Eras un penquillo, un penquillo de alquiler que en invierno echaba más pelo que una vaca, pero fuiste tú quien me enseñó a montar.
Recuerdo las indicaciones de LLanos.
-Coloca las piernas como si estuvieses esquiando. Vuelves los pies hacia dentro y te agarras con las rodillas. No pierdas el ritmo. Montar a caballo es como bailar.
Y sí, contigo sentí por primera vez lo que es el palpitar de un cuerpo vivo debajo de uno... algo que se mueve por sí mismo y que toma sus propias decisiones... un ser autónomo con el que se baila.
Contigo aprendí a llevar el ritmo en el trote para no acabar botando encima tuya como una marioneta, y a agarrarme con las rodillas en el galope, acompasando los movimientos de tu espalda con los de mi cadera.
Contigo tuve mi primera caída y mi primer esguince. Tropezaste y yo estaba aún muy verde como para reaccionar a tiempo tirándote hacia arriba de las riendas y hacerte recuperar el equilibrio, así que te fuiste al suelo de rodillas y yo salí despedida por encima de tus orejas.
Y mientras rodaba por la hierba esperaba de un momento a otro sentir el peso de tu cuerpo cayéndome encima, pero no podía hacer otra cosa que rodar y rodar y rodar...
Y cuando paré tu ya te habías puesto en pie de nuevo.
Estabas asustado.
Tenías los ojazos castaños abiertos como platos y el corazón te saltaba dentro del pecho.
Me acerqué despacio, cojeando, hablándote con suavidad y en cuanto tuve las riendas a tiro, las agarré con rapidez... y tu lo único que hiciste fue cerrar los ojos y esconder tu cabezón en mi pecho igual que un niño asustado.
Con lo grandote y lo fuerte que eras... De una sola patada habrías podido matarme si hubieras querido... Pero te quedaste allí, temblando como una hoja, mientras yo te abrazaba y te decía cariños al oído... Y no sabía si reír o echarme a llorar.
Interminables sesiones de cepillados, los contenedores de basura que te daban miedo, las zanahorias que tanto te gustaban... los días tontos en los que no querías más que holgazanear y esos otros en los que galopábamos a toda velocidad, salpicándo el agua de los charcos en el camino.
Luego cerró el picadero y te vendieron.
No volví a verte, aunque de vez en cuando tenía noticias tuyas.
No volví a verte hasta aquella noche en la que soñé contigo...
Estabas en un box de paredes blancas, tendido sobre tu cama de paja. Estabas enfermo y ya ni podías ni querías levantarte.
Entonces llegaba yo. Me arrodillaba a tu lado, te abrazaba el cuello, te susurraba al oído y enredaba los dedos en tus crines.
Y tú te recuperabas, volvías a ponerte en pie.
Y salías caminando detrás de mí, como en los viejos tiempos, cuando me bastaba darte un tironcito en la cabezada de cuadra para que te vinieras conmigo, sin que tuviera que sujetarte con el ronzal...
Nos íbamos los dos caminando juntos... y en ese momento me desperté.
Nada más abrir los ojos pensé: se ha muerto y ha venido a despedirse.
Y a las tres semanas me enteré de que, efectivamente, por esos mismos días, un cólico había acabado contigo...
Galopábamos a toda velocidad, tú y yo, por encima de los charcos del camino, y yo escuchaba tu respiración, escuchaba los latigazos del agua rompiéndose bajo tus cascos, sentía tus músculos moviéndose poderosos entre mis piernas, danzaba contigo... y allá delante veía el contenedor verde de basura, sabía que te daba miedo, sabía que no lo verías hasta que estuvieses encima y que, entonces, te asustarías y darías un brusco quiebro a la derecha... lo sabía... pero yo te dejaba hacer, te clavaba las rodillas bien fuerte y repartía el peso de los pies en los estribos para equilibrarme.
Sabía que ibas a hacerlo, sabía que te ibas a asustar y luego seguirías corriendo.
Y yo me preparaba...
Nunca más volví a caerme de ti.
Ahora me da vértigo sólo de recordarlo. Hace muchos años que no monto.
Jamás fui una gran amazona, pero todo lo que aprendí me lo enseñaste tú.