De pequeña me gustaban mucho los animales, y no paraba de insistir a mi madre para que me comprase un perro, pero ella nunca accedió. Que manchaban mucho, que había que sacarlos de paseo todos los días, por no hablar del coste en veterinario y comida... No hubo manera.
Para que me callara, trataba de contentarme con otra cosa: un perro no, pero un par de peces de colores sí.
Los peces eran limpios, no olían, no había que sacarlos de paseo ni llevarlos al veterinario. Eran perfectos.
Los comprábamos en una tienda de animales, pequeña y maloliente, que había cerca de casa.
Yo me asomaba a mirar en el interior de las jaulas donde, apiñados insanamente, se vendían periquitos, canarios, gatitos, conejos, cobayas y perritos. Me palpitaba el corazón ante la perpectiva de poder tener a alguno de aquellos peluditos por amigo, pero mi madre era inflexible.
Sólo los peces.
Al principio era decepcionante, sobre todo si hacía poco que habían repuesto por televisión alguna película de Lassie, pero luego salía de la tienda tan ilusionada con mi bolsa de plástico transparente en la que nadaban dos peces de colores: uno rojo y otro negro.
Los poníamos en el salón, dentro de una bola de cristal con un par de plantas de plástico, y yo me podía pasar las horas levantada de puntillas contemplando sus elegantes movimientos en el agua.
Les ponía nombre y los dibujaba con mis lápices de colores.
Los pobrecillos no tardaban mucho en morir, y mi madre los arrojaba por la taza del vater murmurándo enfadada que ya no volvía a entrar ningún animal en casa mientras, detrás de ella, yo lloraba a moco tendido.
Me siguen gustándo los peces. Tal vez por eso añadí el acuario virtual a la barra del blog.
Peces virtuales a los que se puede alimentar cuanto se quiera y que no se mueren nunca. Pero nadan en un agua que no moja y son tan lejanos, tan irreales, tan ajenos a este mundo. Jamás podrán sustituir a aquellos desdichados pececillos de mi infancia urbanita que me permitían un efímero contacto con la naturaleza.
Pero son graciosos.
A veces, uno se queda en una esquina, nadando obstinadamente hacia delante sin darse cuenta de que no puede ir por allí a ningún lado.
Sus compañeros corren a papearse la comida virtual que les hecho. Pero él sigue allí, obstinado, con la cabeza oculta en el rincón, intentando un avance imposible.
Mis pececillos de colores sabían dar la vuelta cuando tocaba el cristal invisible de la pecera.
Los peces virtuales están hechos por el hombre, a su imagen y semjanza.
Y, como nosotros, a veces no saben adonde van.